Agencia Portátil
Ciudad Victoria, 23 de mayo.-En el país solo quedan cinco glaciares, repartidos en dos montañas: el Iztaccíhuatl y el Pico de Orizaba. En total ocupan menos de un kilómetro cuadrado de hielo. Los expertos aseguran que en 2050 no quedará ninguno. El calentamiento global es el culpable de la desaparición acelerada de esta fuente de agua.
Del glaciar Ayoloco, de sus lenguas y de su embudo no queda nada. Solo una pared de hielo viejo y los arañazos en las rocas recuerdan que estuvo aquí, a 4.700 metros, cerca de la cumbre del volcán Iztaccíhuatl, en el centro de México. Todavía se palpan las estrías que esta feroz masa de hielo de 200 metros de espesor dejó al desplazarse. Como si fuera un buldócer, arrastraba la piedra a su paso, pendiente abajo, para dejarla amontonada, mezclada con el barro. A las moles rocosas, pardas y enormes, que no podía mover, las cubría y rayaba con la fuerza de miles de años en movimiento.
En uno de esos surcos antiguos, dos investigadores de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) se afanan ahora, en plena tormenta de nieve, por colocar una placa metálica. La recubren de pegamento y la aseguran con tornillos. No quieren que se caiga en el próximo temporal. “La placa nos recuerda que aquí estuvo el Ayoloco”, explica el glaciólogo Hugo Delgado, “y que retrocedió hasta desaparecer en 2018 por razones climatológicas forzadas por la actividad humana”. Este geólogo, que ha dedicado su carrera a estudiar los glaciares mexicanos, insiste en que se debieron haber tomado medidas hace tiempo. Ahora la desaparición de esta fuente de agua es irremediable. Las laderas sin hielo y las piedras como huesos desperdigados son lo único que dejarán los glaciares que ocuparon las altas montañas de México.
El Ayoloco ha sido el último en extinguirse en el Iztaccíhuatl, el tercer pico más elevado del país, con 5.230 metros de altitud. En esta montaña con forma de mujer dormida se contaron 11 glaciares en el monitoreo de 1958, ahora solo quedan tres: el del Pecho, el de la Panza y el Suroriental. Entre todos, apenas llegan a los 0,2 kilómetros cuadrados. Llegaron a ocupar 6,23 kilómetros en 1850, el último período de esplendor que dejó la llamada pequeña edad de hielo. En 170 años, la montaña ha perdido el 95% de su masa glaciar.
En el resto de México solo quedan otras dos masas de hielo perenne: el glaciar Norte y el pequeño Noroccidental, que suman poco más de 0,6 kilómetros cuadrados. Están en el Pico de Orizaba, también llamado Citlaltépetl, en el límite del Estado de Puebla con Veracruz. Es la montaña más alta del país, de 5.675 metros, y en los últimos 60 años han desaparecido cuatro glaciares. El Norte, la última esperanza de estudio de los geólogos, también agoniza. Ha perdido sus lenguas, los ocho tentáculos de hielo que serpenteaban la montaña. “Está aflorando ya la roca. El espesor del hielo es mínimo”, apunta Delgado, director hasta este abril del Instituto de Geofísica de la UNAM.
El panorama es crítico para los últimos cinco glaciares mexicanos. El geólogo vaticina que en los próximos cinco años los tres del Iztaccíhuatl habrán desaparecido y otorga un margen de dos décadas para los del Pico de Orizaba. De cualquier forma remata: “En 2050 no habrá glaciares en México”.
Pero la cuenta atrás no ha empezado solo aquí. Delgado, que representa al país en el grupo internacional de investigación de glaciares, cuenta que durante todos estos años ha aguantado las bromas cariñosas de los colegas latinoamericanos, orgullosos de los magníficos glaciares de Ecuador o de Perú. “En nada no tendrás ni que venir’, me decían antes riéndose”, relata. “Han pasado de burlarse del tamaño de mis glaciares a preocuparse ahora por los suyos al ver cómo se desvanecía el hielo entre sus manos”.
Esta extinción dramática y acelerada se repite en las masas de hielo de todo el planeta. Los funerales van desde el Ok en Islandia al Pizol en Austria, del réquiem anunciado para los glaciares españoles a la formación de lagos en los del Himalaya. Ninguno escapa al calentamiento global. Los glaciares se han convertido en uno de los sensores más evidentes del cambio climático: cuanto más aumenta la temperatura en el planeta, más rápido retroceden. Su continua desaparición es un espejo del mundo al que nos dirigimos. Más caliente, más seco, más agotado.